¿Queremos dejar de pensar?

Aunque en los tiempos que corren nos parezca mentira la intimidad es un derecho fundamental que nuestra Constitución recoge en su art. 18 y 19, “…. Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen.  .. La ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos”

Resulta chocante tener que recordar esto, pero seguramente a casi todos nos ha pasado alguna vez que cuando nos hemos ido a dar cuenta ya “nos habían metido la mano en el bolsillo”. Es preocupante cómo hemos ido normalizando el abuso de la privacidad desde cualquier ámbito, sobre todo por el desarrollo de las tecnologías de la información y redes sociales.

Y ¿por qué es preocupante?  La intimidad es sobre todo un ejercicio de nuestra consciencia en la que desarrollamos con plena libertad nuestros pensamientos. Por tanto, el concepto de intimidad está fuertemente ligado al de libertad. No echar en falta ese “espacio interior” supone en cierta medida, renunciar a lo más preciado del ser humano, su libertad.

Quizás un lugar en donde lo prohibido no existe, la libertad puede ser ese chivato que nos desnuda dejando al descubierto lo vacío de nuestra existencia. Es indudable que para muchos de nosotros nuestra intimidad es un recurso que no sabemos utilizar, al que no le sacamos partido.

Hoy día pareciera que estamos ansiosos por entregar nuestra libertad, de librarnos de la responsabilidad de tener que pensar, de ahormar los pilares de nuestra personalidad para relacionarnos con el mundo de una manera creativa, colaborativa y amistosa. Antes más bien preferimos basar esa relación con alguna forma de seguridad basada en vincularnos sin cuestionamiento alguno a instituciones, normas, grupos religiosos, y en general, a cualquier forma de autoridad reconocida socialmente.

Ocurre, sin embargo, que a menudo esta vinculación termina difuminando nuestra libertad y la integridad de nuestro “yo” por la necesidad de estas entidades de “estandarizar” la conducta de sus miembros.

El resultado de este proceso suele ser un colectivo social de individuos “normales” , que para estos estándares son personas bien adaptadas, con poca capacidad de autocrítica, un bajo desarrollo de pensamientos propios  y una marcada tibieza emocional, ni demasiados alegres ni demasiados tristes.

Naturalmente es difícil que nos reconozcamos como sujetos de este proceso, aunque curiosamente muchos de nosotros daríamos fe de lo que aquí se describe porque en determinadas situaciones sociales resulta manifiesta, por ejemplo, en lo poco que valoramos nuestros datos personales o en la ligereza con la que nos tomamos las cuestiones relacionadas con la política.

La historia nos enseña cómo estos procesos siempre empiezan precisamente, privando al individuo de su intimidad personal, ese espacio de libertad donde se forman nuestras ideas y principios, para luego fomentar un estado general de cansancio y resignación íntimos en el que la mayoría de las veces actuamos no por convicción, sino por aburrimiento.

Baste observar los últimos procesos electorales vividos recientemente en las democracias occidentales, supuestamente cuna de la libertad, en donde avanzan el populismo, el fascismo o directamente la bufonada.

Sin ánimo de ser alarmista, estamos construyendo una sociedad enferma con una curiosa mezcla de cinismo e ingenuidad que probablemente necesitará de una catarsis global.

Tenemos que ser capaces de encontrar la forma de enseñar a las nuevas generaciones la importancia de encontrarnos, al menos una vez al día, con nuestra intimidad. De tener unos minutos de introspección, de soledad creativa. Sólo así podremos construir un futuro mejor.

Pero además de la intimidad personal, existe otra, íntimamente ligada con la anterior, que es la que va creciendo entre dos almas. ¡Qué difícil es hoy encontrar ese espacio! Uno lo percibe inmediatamente porque siente la presencia continua del otro, en una conversación, en una caricia o en el silencio.

Visto desde fuera se asemeja a una fogata en medio de un paisaje nevado, a un pequeño huerto en la inmensidad del desierto, un espacio pleno, enriquecedor para ambos en todas las facetas de la vida.

En mi trabajo con personas que deben tomar decisiones he podido comprobar en primera persona los beneficios de compartir en un espacio íntimo inteligencia y energía. Este proceso al que denomino  método Honeyguide, me ha permitido calibrar tanto la solidez de un proyecto o iniciativa como sus posibilidades de crecimiento basándome en el nivel de madurez de sus promotores.

Pero para alcanzar esa intimidad interpersonal a veces, casi nunca, bastan las palabras.